Musa de Yves Saint Laurent, quién la llamaba Jirafita; de Emilio Pucci, para quien era Unicornio de marfil y adorada por Valentino, que la apodo “La última reina de París”, la condesa Jacqueline de Ribes ha trabajado mano a mano con el Metropolitan Museum of Art para armar la muestra que le rendirá honor como ícono de estilo el próximo otoño.
Cuando la condesa Jacqueline de Ribes se casó con Édouard de Ribes tenía 19 años y dos vestidos en su closet. “La vida ha mejorado un poco para ella, porque ahora tiene 200”, dijo su marido cuando el Gobierno francés la ordenó Caballero de la Legión de Honor por su labor cultural y filantrópica en el año 2010.
Pero el conde se quedó corto. La colección de alta costura y prêt-à-porter de la aristócrata y socialitè francesa bordea las 400 piezas, y una selección de estas estará expuesta en el Costume Institute del Museo Metropolitan de Nueva York.
Jacqueline Bonnin de la Bonninière, hija de los condes de Beaumont, nació el 14 de julio de 1929 -en el aniversario 140º de la toma de la bastilla. 18 años después, había sobrevivido a la ocupación de Francia durante la II Guerra Mundial y su vida cambiaría para siempre. Conoció el atelier de Christian Dior gracias a su tío, el conde Étienne de Beaumont, donde inició su relación con la moda y el diseño.
Gracias a aquel encuentro con el creador francés, siguió nutriendo su interés por la moda hasta llegar a conocer a Diana Vreeland. Ppoco tiempo después, a los 19 años. en una fiesta en San Juan de Luz, conoció al que aún hoy es su marido, Édouard Vizconde de Ribes. “Vi a esta gacela e inmediatamente me enamoré de ella”, dice él siempre.
Después de casarse, empezó a trabajar discretamente para Oleg Cassini y Pucci. En 1956 dió su primer salto a la fama cuando apareció en la lista de Eleanor Lambert de las mejor vestidas del año. Para ese entonces, contaba con unos cuantos vestidos couture y varios diseños propios. Ya en 1962, fue introducida al International Best-Dressed List Hall of Fame y veinte años después presentó su primera colección propia con el apoyo absoluto de Yves Saint Laurent, una línea que mantendría hasta 1995.
Jacqueline no solo era una mujer que sabía vestirse bien. Su físico único es otra característica que la convirtió en la reina de la sociedad. Su suegro, el conde de Ribes, la describía como “un cruce entre princesa rusa y chica del (cabaret) Follies Bergère”, por su elegancia y clase natural condimentadas por su espíritu libre e inagotable. Así,se convirtió en el alma de todas las fiestas y encuentros sociales desde el París de la posguerra, al Nueva York de los cincuenta o la Ibiza de los años sesenta. Era delgada, con piernas largas, y fue su perfil egipcio lo que enamoró a Saint Laurent en París y a Diana Vreeland en Nueva York. En su primer viaje a NYC, la condesa conoció a la poderosa editora de Harper’s Bazaar y ésta arregló una cita con el fotógrafo Richard Avedon. Fue en esa sección donde salió la imagen más icónica de la aristócrata: de perfil, con su cuello largo, su nariz altiva, su espesa melena trenzada, y un maquillaje que agrandaba sus ojos almendrados. Su retrato es parte de la serie “Swans” de Avedon. Gracias a la ayuda de Diana Vreeland, la Condesa encontró su estilo de esfinge egipcia, orgullosa de un perfil nada convencional. Avedon dijo después de fotografiarla: “Siento pena por las casi bellezas de pequeña nariz”.
Harold Koda, el curador de la exposición del Met, y la condesa llevan años buceando entre los tesoros que guarda en las habitaciones de su piso en París: las más de 400 piezas de vestuario, joyas y accesorios, todo perfectamente planchado y ordenado por su mayordomo, Dominique.
La selección estará disponible para el público desde el 3 de noviembre. Por fin, el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York celebrará a la condesa con los honores que merece.