La presentación de la colección de Verano 2016 de Christian Dior en Paris.
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Hoy vivimos en un contexto y una cultura de velocidad. Nos movemos a mil por hora. Se ha escrito hasta la saturación sobre este apuro y su efecto en la hiperconectividad que existe hoy gracias al internet y las redes; sobre la atemporalidad que esto genera en las comunicaciones y el impacto en diferentes ámbitos de nuestra vida. En este contexto, vemos la cultura de la urgencia por trabajar para generar para consumir para tener cada vez más y más. Tener excediendo nuestras necesidades y deseos; tener simplemente, por que podemos.
Entonces, esta intensidad y apuro con el que buscamos comunicarnos y compartir se chorrea a todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida y vivimos sus consecuencias en el día a día cuando ni siquiera nos damos un tiempo para tomar aire y estar conscientes. Estamos en fast forward y no logramos disfrutar el presente.
Así consumimos la moda, también. La moda en sus dos significados: primero: lo que esta en boga; segundo, la industria y las prendas.
Las marcas de fast fashion revolucionaron a la industria y a nuestros paradigmas de cómo se compra y usa la moda: El concepto original de accesibilidad a la moda —concepto y a las tendencias decía que era derecho de un sector muy pequeño y exclusivo. Inevitablemente, me pregunto: la democratización de la moda (que por supuesto ha tenido sus consecuencias positivas), ¿ha despertado a un monstruo?
En el afán de bajar las pasarelas a la tienda a la máxima velocidad posible, estos retailers presionan a sus talleres por mayor productividad y menor precio. Quizás estos grandes retailers no tienen en mente el impacto que tiene su negociación de regateo, pero los afectados son siempre los últimos en la cadena de trabajo, los trabajadores manuales.
La presentación de la colección de Verano 2016 de Chloé en Paris.
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¡Qué extraño es el sistema de la moda! Las marcas presionan para tener las prendas “just-in-time“, que lleguen al punto de venta mientras todavía son la última moda. Paralelamente, las pasarelas ya están enseñando colecciones para dentro de un año, las tiendas están rematando la temporada actual para empujar ventas de una temporada que ni está por empezar y los coolhunters y trend-researchers están presentando análisis de tendencias proyectados a cuatro años. ¿Cuál es el apuro? ¿No tendríamos un ritmo bastante más saludable si las pasarelas nos enseñaran lo que se tiene que usar hoy (no mañana) y las tiendas nos vendieran lo que hay que comprar ahora?
¿De qué estamos corriendo?
¿A qué le estamos huyendo?
Al final, el precio súper bajo (del que nos enorgullecemos como productores o nos jactamos como consumidores) que pagamos por éstas prendas termina siendo súper caro: conseguimos este bajo-costo —de no creer, a costa de la dignidad y calidad de vida de otros; de nuestra propia ética y moral. ¿Vale la pena sacrificar esto por un par de prendas extra, la mayoría de las cuáles ni siquiera logran salir de nuestro clóset?